Les será dado por añadidura (Mt 6,33)

Queremos demostrar sobreabundantemente que el desarrollo normal de las familias y de sus bienes son ley común de la humanidad y el ideal ordinario y legítimo del hombre y del cristiano.

Y, en primer lugar, las grandes profecías relativas a la Iglesia prometían, al mismo tiempo que los dones espirituales más elevados, una prosperidad temporal desconocida hasta entonces.

Señalemos solamente los capítulos 61 y 63 de Isaías y el capítulo 4 de Miqueas.

El Mesías se anuncia teniendo como deber levantar a los pobres y abrir un jubileo general. El jubileo israelita liberó a los esclavos y extinguió las deudas. Promete la abundancia de vino y de trigo. Corneille de La Pierre, recordando los comentarios de los Padres de la Iglesia, resume esta profecía con estas palabras: “El profeta habla de la paz y de la abundancia que reinarán en la Iglesia”.

El profeta Miqueas describe, a su vez, la era del Mesías y de la Iglesia: “Será una era de paz; el bronce de las armas será transformado en instrumentos de cultivo, y como en los buenos tiempos de Salomón, cada uno vivirá en paz a la sombra de su viña y de su higuera” (Mi 4,4). Estas son promesas de bendiciones temporales.

En el Evangelio, Nuestro Señor alude a la profecía de Isaías. Señala que empezó a hacerse realidad a través de sus curaciones milagrosas: “Los ciegos ven”, etc.; continuará, por lo tanto, cumpliéndose bajo el reinado de la Iglesia por un aumento de la prosperidad temporal (Mt 11,4; Lc 4,18).

Nuestro Señor mismo promete directamente esta prosperidad, aunque recomienda no convertirla en el principal objetivo de la vida. “Los paganos, dijo él, no piensan más que en las riquezas y en todo lo que ésta procura: viviendas, alimentos, vestidos, etc.; pero ustedes, pongan todo esto en segundo lugar; busquen primero el reino de Dios, y todo esto les será dado por añadidura.” (Mt 6,31ss).

Hace falta escuchar a los Padres sobre este pasaje. «Los bienes temporales, dice san Agustín, no serán el salario de nuestras buenas obras. Tendremos este salario enteramente en el cielo, pero estos bienes nos serán dados aún como a título de añadidura o como una buena mano«. Es así como, en un mercado, el vendedor añade el colmo a la medida, y este suplemento causa una alegría más sensible que la medida misma. Era un proverbio latino: “Mantissa obsonium vincit” (ver al poeta Lucilius). El proverbio ha pasado a la lengua italiana: “È più la giunta che la derrata”; En nuestro comercio minorista, en Francia, ¿no llamamos a este suplemento el regocijo? Causa más alegría que el bien adquirido.

No tengamos, por tanto, la pretención de ser más sobrenaturales que Nuestro Señor. Él prometió a sus discípulos la añadidura deseada. Prometámosla también al pueblo.

San Pablo no faltaba. “La piedad, decía él, tiene promesas tanto para esta vida como para la otra” (1 Tim 4[,8]). Corneille de La Pierre añade, según los Padres: “Existe una promesa de una vida larga, pacífica y sin necesidades.”.

Con Nuestro Señor y los Apóstoles, prediquemos, pues, la piedad, la vida sobrenatural, la virtud, pero no olvidemos que el pueblo no está llamado a la perfección, ni siquiera a una alta filosofía, y prometámosle que tendrá por añadidura los bienes de la tierra. Trabajemos incluso para conseguírselos.

Éste es el sentido de los últimos Congresos franciscanos. Al Reverendo Padre Prosper le sorprende que hayan insistido tanto en este lado temporal de la religión. Pero cuando un punto de la enseñanza cristiana y de la acción cristiana ha sido descuidado por un tiempo, ¿no es justo que tenga, a su vez, una parte dominante en las reuniones de los católicos? ¿León XIII, en la encíclica Rerum Novarum, no da también a las cuestiones temporales una parte que no se acostumbra tener en los documentos pontificios?

La liturgia es necesariamente conforme con las enseñanzas de la Iglesia. Nos deja pedir en sus oraciones la prosperidad y la paz. No excluye los bienes temporales, sino que nos hace pedir a Dios poseerlos sin sucumbir a sus tentaciones (Cfr. Colecta del tercer domingo después de Pentecostés).

Santo Tomás es, en esta cuestión como en tantas otras, de una claridad brillante: “La economía cristiana, dice él, o la buena administración de una casa, no tiene como fin exclusivo la riqueza, como ocurría a menudo entre los paganos, según admite el mismo Aristóteles; pero ella no excluye este móvil, ella busca el bien completo de la familia” (Cfr. IIa, 2æ, quæstio 50 [art.3 ad 1]).

En otra parte, recuerda que los bienes temporales concedidos por Dios al hombre son bienes suyos en cuanto a la propiedad, pero que, en cuanto al uso, él debe hacer parte a los pobres de lo superfluo (IIa, 2æ, quaestio 32 [art. 5 ad 2]). Remarquen esta expresión, también es la del Evangelio; y santo Tomás añade que este superfluo no viene más que después de todo lo necesario a la familia, según su dignidad. Hace incluso remarcar que esta necesidad no tiene un límite matemático [a. 6 c.]. “Si bien, dice el Padre Liberatore en sus Principios de economía política, que no sabemos bien cuándo termina lo necesario y cuándo comienza lo superfluo. Afortunadamente, el sentimiento de la caridad cristiana lo suple” (Liberatore, p. 205).

¿Está todo esto lo suficientemente claro? Sí, el pueblo cristiano puede tener preocupación por la riqueza, pero no debe hacer de ella su objetivo único, debe ponerla en segundo lugar, debe buscar en primer lugar el reino de Dios y su justicia.

Abran cualquier casuista que quieran, no les dirá que el rico debe despojarse, pero sí que debe dar la limosna de su superfluo.

Lo que enseña la teología, la sana filosofía lo reivindica igualmente. ¿El hombre, criatura de Dios, no deberá buscar su desarrollo completo, la totalidad del bien vivir? [cf. Summa Theologiæ, IIa IIæ, 50, art. 3 ad 1].

A la masa de los hombres, recomienden solamente no abusar de este bienestar y de añadirle el cumplimiento del deber de la limosna, de la templanza y de la penitencia común. A la élite solamente, pidan el sacrificio para la expiación de los abusos de la masa.

Todos los principios de la sabiduría y del Evangelio, el trabajo, la economía, la previsión, conducen necesariamente a la prosperidad, salvo los casos de fuerza mayor.

Esta tesis también, como muchas otras, tiene su demostración por el absurdo.

Den a todos los católicos el ideal de la pobreza o de la humilde mediocridad, y bien pronto los países católicos tendrán algo de la tibia tristeza de las comunidades de los Hermanos Moravos. ¿No hace falta una virtud más que ordinaria para vivir felizmente en la pobreza? Las gracias de san Francisco no son las de la masa.

Bien pronto ustedes no tendrían más recursos para las misiones, para los grandes emprendimientos, para el arte, cuyo desarrollo supone una cierta riqueza social. El centavo del pobre es muy meritorio, pero es siempre un centavo. Que son las ricas familias que han dotado a san Francisco y a sus hijos de sus más bellos monasterios en Italia y en otros lugares.

En el Estado y en la comuna, los católicos empobrecidos se quedarían sin influencia y sin fuerza. ¿No conocen ustedes ciudades como Nimes y Ginebra, donde la minoría protestante es todopoderosa porque tiene la fortuna?

Entre las naciones, los pueblos católicos, poco preocupados por la riqueza, serían la presa de las naciones heréticas o impías. El dinero es el nervio de la guerra. Ayúdate y el cielo te ayudará. Ora a Dios y sírvele, pero también prepara tus cañones y acorazados.

Padre Dehon, Riqueza, mediocridad o pobreza (1899), 9-13

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