Los novios, miembros vivos del Cuerpo de Cristo (cristología del matrimonio II)

Siendo el sacramento del matrimonio la libre consagración a Cristo de un amor conyugal naciente, los cónyuges son evidentemente los ministros de un sacramento que les concierne en el más alto grado. Pero no son ministros en virtud de un poder que se diría «absoluto» y en el ejercicio del cual, la Iglesia, hablando con todo rigor, nada tendría que ver. Son ellos los ministros como miembros vivos del Cuerpo de Cristo en el que ellos intercambian sus promesas, sin que jamás su decisión irremplazable haga del sacramento la pura y simple emanación de su amor. El sacramento como tal procede todo él del misterio de la Iglesia en el cual su amor conyugal les hace entrar de una manera privilegiada.

Por ello ninguna pareja se da el sacramento del matrimonio sin que la misma Iglesia consienta, o bajo una forma diferente de la que la Iglesia ha establecido como la más expresiva del misterio en el cual el sacramento introduce a los esposos. Le toca a la Iglesia, pues, el examinar si las disposiciones de los futuros cónyuges corresponden realmente al bautismo que ya han recibido; y le corresponde a ella disuadirles, si fuese necesario, de celebrar un acto que sería irrisorio con respecto a aquel del que ella es el testigo. En el consentimiento mutuo que constituye el sacramento, la Iglesia sigue siendo el signo y la garantía del don del Espíritu Santo que los esposos reciben comprometiéndose el uno con el otro como cristianos. Los cónyuges bautizados no son jamás, por tanto, ministros del sacramento sin la Iglesia y, menos aún, por encima de ella; son los ministros del sacramento en la Iglesia y por ella, sin relegar jamás al segundo término a aquella cuyo misterio regula su amor.

Una justa teología del ministerio del sacramento del matrimonio tiene no solamente una gran importancia para la verdad espiritual de los cónyuges, sino que tiene además, repercusiones ecuménicas no despreciables en nuestras relaciones con los ortodoxos.

1. El matrimonio: imagen real de la relación de Cristo con la Iglesia

En este contexto, la indisolubilidad del matrimonio aparece, ella también, bajo una viva luz. Siendo Cristo el Esposo único de su Iglesia, el matrimonio cristiano no puede llegar a ser y permanecer una imagen auténtica del amor de Cristo a su Iglesia, sin entrar, por su parte, en la fidelidad que define a Cristo como el Esposo de la Iglesia.

Sean cualesquiera el dolor y las dificultades psicológicas que puedan resultar de ello, es imposible consagrar a Cristo, con el fin de hacer de él un signo o sacramento de su propio misterio, un amor conyugal que implique el divorcio de uno de los dos cónyuges o de los dos a la vez, si es verdad que el primer matrimonio fue verdaderamente válido: lo que en más de un caso no es plenamente evidente.

Mas si el divorcio, como es su objeto, declara rota en adelante una unión legítima y permite de este modo que se inaugure otra, ¿cómo pretender que Cristo pueda hacer de este otro «matrimonio» una imagen real de su relación personal con la Iglesia?

Aunque se pueda pedir alguna consideración, bajo ciertos aspectos, sobre todo cuando se trata de un cónyuge injustamente abandonado, el nuevo matrimonio de los divorciados no puede ser un sacramento y crea una ineptitud objetiva para recibir la Eucaristía.

2. Eucaristía: comunión con el misterio conyugal

Sin rechazar las circunstancias atenuantes y algunas veces incluso la calidad de un nuevo matrimonio civil después del divorcio, el acceso de los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía se comprueba incompatible con el misterio del que la Iglesia es guardiana y testigo. Al admitir a los divorciados vueltos a casar a la Eucaristía, la Iglesia dejaría creer a tales parejas que pueden, en el plano de los signos, entrar en comunión con aquel cuyo misterio conyugal en el plano de la realidad ellos no reconocen.

Hacer esto sería, además, por parte de la Iglesia declararse de acuerdo con bautizados, en el momento en que entran o permanecen en una contradicción objetiva evidente con la vida, el pensamiento y el mismo ser del Señor como Esposo de la Iglesia. Si ésta pudiese dar el sacramento de la unidad a aquellos y aquellas que en un punto esencial del misterio de Cristo han roto con él, no sería la Iglesia ya ni el signo ni el testigo de Cristo, sino más bien su contrasigno y contratestigo.

No obstante, esta repulsa no justifica de ninguna manera cualquier tipo de procedimiento infamante que estaría en contradicción a su vez con la misericordia de Cristo hacia los pecadores que somos nosotros.

3. El matrimonio evoca el realismo de la Encarnación

Esta visión cristológica del matrimonio cristiano permite, además, comprender por qué la Iglesia no se reconoce ningún derecho para disolver un matrimonio rato y consumado, es decir, un matrimonio sacramentalmente contraído en la Iglesia y ratificado por los esposos mismos en su carne. En efecto, la total comunión de vida que, humanamente hablando, define la conyugalidad, evoca a su manera, el realismo de la Encarnación en la que el Hijo de Dios se hizo uno con la humanidad en la carne.

Comprometiéndose el uno con el otro en la entrega sin reserva de ellos mismos, los esposos expresan su paso efectivo a la vida conyugal en la que el amor llega a ser una coparticipación de sí mismo con el otro, lo más absoluta posible. Entran así en la conducta humana de la que Cristo ha recordado el carácter irrevocable y de la que ha hecho una imagen reveladora de su propio misterio.

La Iglesia, pues, nada puede sobre la realidad de una unión conyugal que ha pasado al poder de aquel de quien ella debe anunciar y no disolver el misterio.

4. El privilegio paulino

El llamado «privilegio paulino» en nada contradice a cuanto acabamos de recordar. En función de lo que Pablo explica en 1 Cor 7, 12-17, la Iglesia se reconoce el derecho de anular un matrimonio humano que se revela cristianamente inviable para el cónyuge bautizado, en razón de la oposición que le hace el que no lo es. En este caso, el «privilegio», si verdaderamente existe, juega en favor de la vida en Cristo, cuya importancia puede prevalecer de manera legítima, con respecto a la Iglesia, sobre una vida conyugal que no ha podido ni puede ser efectivamente consagrada a Cristo por una tal pareja.

5. El matrimonio cristiano una conversión continua de los esposos

Trátese, pues, como se quiera, en sus aspectos escriturísticos, dogmáticos, morales, humanos o canónicos, el matrimonio cristiano jamás puede ser separado… del misterio de Cristo. Por esta razón, el sacramento del matrimonio, que la Iglesia testifica, para el cual educa, y que permite recibir, no es realmente viable más que en una conversión continua de los esposos a la persona misma del Señor. Esta conversión a Cristo, pues, constituye parte intrínseca de la naturaleza del sacramento y determina directamente el sentido y el impulso de este sacramento en la vida de los cónyuges.

Sin embargo esta visión cristológica no es en sí totalmente inaccesible a los mismos no creyentes. No solamente tiene una coherencia propia que designa a Cristo como el fundamento único de lo que nosotros creemos, sino que revela también la grandeza de la pareja humana que puede «hablar» a una conciencia incluso ajena al misterio de Cristo. Además, el punto de vista del hombre como tal es explícitamente integrable en el misterio de Cristo en nombre del primer Adán, del cual el segundo y último no es jamás separable. Demostrarlo plenamente en el caso del matrimonio, abriría la reflexión presente a otros horizontes, en los que no entramos aquí. Se ha querido solamente recordar, antes que nada, cómo Cristo es el verdadero fundamento, con frecuencia ignorado por los mismos cristianos, de su propio matrimonio en cuanto sacramento.

P. Gustave Martelet, sj

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